El libro de Jueces es, sin duda, uno de los que más funciona como espejo de mi vida redarguyéndome. Y no lo digo con orgullo sino con tristeza. Ese ir y venir de los israelitas pasando de la obediencia a la desobediencia es tan típico de muchos de nosotros en nuestra vida de fe que casi tengo la tentación de saltarlo en mi lectura. Pero, el pasaje de Jefté, que se presenta en apenas ocho versículos en el capítulo once, contiene tantas enseñanzas que una y otra vez me encuentro atorada reflexionando en ellos.
Una de las cosas que más me conmueven es la mansa obediencia con la que su hija, de quien ni siquiera se menciona el nombre, asume la consecuencia de una promesa casi insensata de su padre, a quien le pide, tan sólo un poco de tiempo para llorar su pérdida.
La imagen de un grupo de jóvenes, amigas todas de la hija de Jefté, dispuestas a emprender un viaje de dos meses por los montes sabiendo que el propósito es derramar lágrimas al lado de su amiga es una muestra de la solidaridad que las mujeres sabemos dar a nuestras congéneres. ¡Qué doloroso debe haber sido para la hija de Jefté compartir la pena del sueño que, seguramente, había compartido con todas ellas desde su infancia! La pérdida del esposo que, como todas esas mujeres jóvenes, anhelaba y los hijos con los que también ellas habían soñado se esfumaban bajo el peso de un voto perpetuo de virginidad.
Mi primer pensamiento es que todo aquel tiempo pudo haber sido una tortura, casi un acto de masoquismo, pero, después de pensarlo un poco, reflexiono en que sólo quienes han compartido con nosotros un sueño o una pérdida semejante son capaces de identificarse con nuestro sentir, en el dolor o en el gozo, de forma natural.
Tal vez ahora estés pasando por una prueba o estés llorando una pérdida y me pregunto, ¿estás regalándote la oportunidad de compartir tu dolor y tu carga con quienes pueden entenderte? Si no es así. . . ¡Piénsalo bien!
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