Cuando observo la manera en que la gente se conduce
frente a los monarcas de naciones que aún conservan esas figuras reales en su
estructura socio política, puedo percibir reverencia y un gran respeto incluso
cuando son familiares directos y cercanos. Los nietos de la reina, por ejemplo,
quienes seguramente conviven en la intimidad de los muros como cualquier
familia, muestran una actitud reverente en otros entornos.
Y esas imágenes, aunadas a la lectura del libro de
Ezequiel, me obligan a reflexionar sobre el fenómeno que ocurre entre nosotros
los cristianos quienes, al haber recibido la oferta de cercanía de Dios,
perdemos de vista Su grandeza y lo convertimos en un dios pequeño, casi a
nuestra estatura.
Mi conclusión es simple pues, ¿acaso nos atreveríamos
a desobedecer, ignorar y hasta retar al Dios Todopoderoso si mantuviéramos en
mente quién es Él?
Los capítulos de libro del profeta Ezequiel, con
sus advertencias y consignas, me han hecho redimensionar al Dios al que hablo y
oro todos los días. Él, con todo su poder, hizo desaparecer pueblos enteros y
es capaz de cumplir todas sus amenazas contra el pueblo que se rebeló
flagrantemente. Lejos de la imagen del Dios amoroso y perdonador, se levanta en
esos pasajes Aquel que ha sido herido y traicionado. El Dios que está listo a
descargar su ira y acabar con las abominaciones de aquellos que perdieron de
vista que Él es el Creador de cielo y tierra.
Me ha bastado leer y releer la severidad de la voz
de Dios para recordar que, por una Gracia que llegamos a confundir como
debilidad, es que nosotros no recibimos la paga que por nuestras acciones deberíamos recibir y que la cercanía la convirtamos en irreverencia.
No es grata una lectura que habla de consecuencias
duras por la traición y desobediencia pero, tengo que reconocer, nunca está
demás el recordatorio sobre la magnificencia y dimensión de nuestro Dios. Tal
vez ahora, cuidando no pasar la sutil raya de la reverencia, pueda devolverle
el honor, respeto y temor que Él merece.