Los días fáciles parecen escasearse a últimas
fechas. Hoy, contra lo que se ha convertido en una tradición personal, no tengo
el entusiasmo que normalmente me invade los domingos.
Muy por el contrario, mi corazón está sumergido en
un clima nublado de desesperanza y de tristeza. Y, si mi circunstancia no me
empujara a moverme, aún yacería en mi cama y me forzaría a cerrar los ojos para
no ver el sol.
Mi rutina, trastocada por el desánimo, también
excluyó mi lectura diaria de la Biblia. Y entonces me pregunto, ¿estará el
Señor enojado por ello?
Comienzo a tratar de imaginarlo y lo pienso al lado
mío. Él también parece silencioso o ¿acaso será que yo lo he callado entre las
pastas de mi Biblia? Lo observo con ojos cerrados y puedo sentir Su presencia y
Él puede sentir mi pesadumbre.
Lágrimas se abren paso entre mis párpados y aprieto
los labios. Ahora Él es el que me observa, lo sé y no hay reproche en su
mirada. Su voz es un largo y quieto silencio.
No, estoy segura, Él no se ha enojado porque
necesito silencio. Jesús es mi amigo y, ¿no fue Él quien nos dijo que “lloráramos con el que llora y nos gozáramos
con el que goza”?
Me siento triste y Él se entristece conmigo.
Tal vez no habrá lectura bíblica el día de hoy pero, respondiendo mi pregunta,
me digo convencida: Sé qué Él me acompaña, me comprende y calla junto a mí.