Cuando leo los encarnizados mensajes de algunos amigos ateos o
agnósticos, me detengo y, yo misma, cuestiono mi fe: ¿De qué me sirve creer en
Dios?
Cuando se me agotan las opciones y me rebasan las circunstancias,
tengo a Quien pedir consejo.
Cuando la tentación de opinar o dar un consejo quiere seducirme, tengo
a Quien pedirle sabiduría para callar.
Cuando otros me pisotean o me lastiman, tengo a Alguien que me
entiende y me alienta a perdonar.
Cuando ya no encuentro el camino, tengo a Quien promete ser luz para
mis pasos.
Cuando la fatiga es mucha, tengo a Quien toma mis cargas y las lleva
en hombros.
Cuando los tiempos de desengaño me llegan, tengo a Quien me recuerda
que sólo es bueno confiar en Él.
Cuando la incertidumbre me paraliza, tengo a Quien me asegura que
todo, en Sus manos, lo usará para mi bien.
Cuando mi intelecto, en mis aciertos, quiere encumbrarme como el centro
del universo, tengo a Quien me muestra mi verdadera dimensión con tan sólo
mirar las estrellas.
Cuando miro la naturaleza y sus maravillas, tengo Quien me susurra al
oído que todo lo ha preparado para mí.
Cuando me rechazan y me aseguran que soy una fracasada, tengo Quien me
recuerda lo que valgo y soy para Él.
Y, cuando me angustio por sentir que
mi tiempo se agota, Él me recuerda que, por Su Hijo, mi tiempo es
eterno.
Tal vez jamás logre hacer comprender a mis amigos, los que no creen en
Dios, que Él los ama pero, por más que se esfuercen, jamás me convencerán de
que deje de creer que Él es Dios y que me ama.