Las miradas de desaprobación y hasta de compasión rodean a una madre que, con vanos intentos para lograr aplacar a su hijo, va ofreciendo dulces y juguetes para evitar su rabieta a mitad del almacén. Algunos calificarán de errada la conducta de la mujer y otros, observando al niño, seguramente lo llamarán caprichoso o manipulador.
Esta escena, tan frecuentemente vista en nuestra sociedad, se ha extendido a otros lugares y a gente de muchas edades. Pero, curiosamente, hace muchos cientos de años, la mismo ocurría entre los hijos de Israel en su peregrinar por el desierto.
Los recién liberados hebreos, a cada paso, reclamaban a sus dirigentes aun cuando, sin falta, recibían alimento del cielo, nadie quedaba sin amparo ni alimento, su ropa no se gastaba y eran guiados por Dios de forma evidente. ¿Qué más necesitaban?
Creo que la respuesta, sin mucho buscar, la tenemos como parte de nuestra propia historia. Al menos, en la mía, tengo la certeza de que he comido, dormido, calzado y vestido, con decoro y hasta holgura, todos los días. Mi esposo, mis hijos y mis nietos pueden asegurar lo mismo. Y, sin embargo, cuando reviso mis peticiones a Dios, voy encontrando implícita una queja muy parecida a la de aquellos israelitas.
A la hora de pedir al Señor, internamente, tengo la expectativa de que, como esa madre en el almacén, Él me conceda todo lo pedido. Y, en mis peores momentos, he llegado a enojarme cuando su respuesta es “no”. ¿Será que espero manipular la Voluntad del Señor con mis rabietas?
¿Qué me hace padecer y quejarme, entonces? Pensándolo un poco, creo que es una combinación de tres cosas: ingratitud, al no reconocer todo lo que Él me da; egoísmo pues, en el fondo, todavía creo que todo me lo merezco y, ceguera, al dejar de ver mi verdadera condición arropada de bendiciones.
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