viernes, 20 de mayo de 2011

"Quietos"

Imagina que estás en la playa y tu hijo, un adulto joven, entusiasmado por la aventura, ensaya como remontar los vientos sobre un velero antes de adentrarse en altamar. Con la confianza surgida de los tantos intentos, él comienza a alejarse de la orilla para conseguir mayor velocidad buscando las corrientes del mar abierto. Aunque te genera inquietud, lo observas desde la orilla como si con ello pudieras transmitirle tu experiencia en la navegación.
En un momento, el mar se agita e inesperadamente se desata la tormenta. Empiezas a perder contacto visual y con trabajos distingues su silueta. El salvavidas por el altavoz da la instrucción de que todos deben salir del agua y tú, agitando las manos, intentas que tu hijo te mire para que lo guíes en la dirección donde observas las corrientes y las nubes son  menos espesas. Por el alboroto y, seguramente por el miedo del muchacho, no logras que te voltee a ver. ¿Puedes imaginar tu angustia y tu frustración al no poder darle tu consejo para librar la tormenta?
Esta imagen es la que me asaltó cuando escuché por última ocasión durante una predicación el versículo: “Quédense quietos, reconozcan que Yo soy Dios” (Salmos 46:10). Porque, ¿acaso como padres, no hemos visto a los nuestros adentrarse en la tormenta y hemos fracasado en nuestro intento por detenerlos?
Y ¿no es igualmente frustrante para Dios el vernos ir directo al naufragio mientras, inútilmente, intenta hacernos voltear hacia Él?
Tal vez parezca que, en el caso de Dios, Él simplemente nos deje llegar hasta el límite de nuestra destrucción en su afán de permitirnos el aprendizaje pero. . . ¿Qué hay de nosotros como padres? ¿Podrá ser tan fácil callar y observar como nuestro hijo se enfila hacia el desastre? En mi experiencia del pasado, la realidad fue que me desgañité tratando de detenerlo, ¡sin éxito!
Hoy, como madre de hijos adultos, escucho nuevamente el versículo y comprendo la instrucción para los nuevos casos de emergencia: Oro poniendo a mis hijos en manos del Señor, me quedo quieta y espero, reconociendo que Él es Dios. . . al final, es en Él en quien tengo la esperanza.
¿Fácil esperar quieta y callada? ¡No! Pero es parte de mi fe en Dios el confiar y reconocer Su poder. Cuando te quedas en la orilla y observas venir el desastre sobre un tu ser querido, ¿tú que haces?. . . ¡Piénsalo bien!

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